La insólita historia de un "goalkeeper" inglés
perdido en la niebla ejemplifica las peripecias a las que están expuestos los
jugadores que la agarran con la mano, se visten diferente y se alegran cuando
muchos sufren.
El día no era uno más en Inglaterra, pero nadie lo sabía en
el pequeño estadio: como todos los sábados, la pelota iba y venía a pesar del
barro, el árbitro estaba en su puesto y los jugadores en los suyos, y uno de
los pocos hinchas que había ido esa tarde fría al campo escuchaba en su radio
atentamente la BB. Había incluso poca la niebla, que en Inglaterra surge en
cualquier momento de cualquiera de los cuatro mares.
Fue la niebla, sin embargo, la que cambió la tarde: de
pronto, comenzó a espesarse de tal manera que el guardameta de este lado no
veía la otra portería. Al poco tiempo dejó de ver a su símil de puesto, que se
había parado casi fuera del área. Luego perdió de vista al linier que marcaba
de aquel lado, y se le borró el delantero derecho propio y el jugador contrario
que le hacía marcaje personal.
La niebla se hizo tan espesa que de pronto al portero se le
escondió, como detrás de un telón, todo lo que quedara más allá de mitad de
campo, zona a la que entraban la pelota y los jugadores después de maniobras
con cierta lógica, pero de la que salían por cualquier lado, sorprendiéndolo a
él y al central, que con buen criterio se había retrasado un par de pasos.
El portero intuía que su equipo estaba atacando cuando veía
más o menos quieta la espalda de su compañero, y tomaba precauciones defensivas
cuando aparecían en su término visual un par de caras amigas y algunas de las
otras.
Así estuvo, con los ojos casi tapiados por ese algodón,
hasta que en algún momento ni siquiera pudo seguir viendo al último hombre de
su defensa. Según declaró esa noche a un cronista de la BBC, comenzó a
preocuparse cuando la ausencia del líbero se prolongó. Pensó que, si había
intentado un ataque sorpresivo –sobre todo porque nadie lo vería– ya era tiempo
de que recuperara sus posiciones en retaguardia. La demora le hizo pensar que
el líbero, si no estaba participando de una ofensiva sostenida de su equipo
sobre el arco contrario, podía estar expulsado o lesionado, incluso de
gravedad, y él sin enterarse.
El paso del tiempo –creyó que había pasado media hora,
después le contaron que habían sido sólo diez minutos– lo llevó de la
preocupación a la bronca: ¿dónde estaban sus compañeros? Cada segundo que
pasaba era la posibilidad de que una pelota lo sorprendiera, y no supo qué
hacer, salvo retroceder hasta la línea del arco y clavar los ojos en el
algodón, que se hizo tan espeso que ni los palos veía.
Consideró entonces que era el momento de irse: si le hacían
un gol, el referí no se iba a enterar. Hizo un par de pasos hacia la línea del
área, pero se detuvo atemorizado: la cancha era un monstruo enorme y vacío. Por
suerte, en ese oportuno momento escuchó una voz conocida: "¿Dónde está ese
fucking goalkeeper?", le preguntaba el utilero al masajista. Lo estaban buscando
desde que, ya en el vestuario y con el partido suspendido, sus compañeros se
dieron cuenta de que se lo habían olvidado en el área chica.
Esto que ocurrió realmente en Inglaterra, es algo que sólo
le puede pasar a los porteros. Ellos tienen una evidente predisposición a
episodios anormales porque, dicho con todo respeto, no son normales como pueden
serlo el resto de los jugadores. No porque los transforme la portería: ellos
eligen ese puesto y así, un día, quedan al contrario de todos.
El arquero es otra cosa. Está siempre a nuestras espaldas, y
cuando más nos divertimos –atacando– es el que menos participa de nuestros
placeres. Es el que menos abrazos recibe, es el que menos recompensas se lleva:
si jugamos bien, ni la toca; y si jugamos mal, lo sufre más. Cuanto más cerca
estamos de él, peor se la pasamos.
Raros, los guardametas que a pesar de todo, siguen firmes
bajo los tres palos.
Autor: Ricardo Plazaola, para http://www.arquerosenred.com.ar
No hay comentarios:
Publicar un comentario