Rusia ha sido cuna de porteros legendarios, entre ellos
Yashin, la araña negra.
Sin embargo, uno de sus porteros menos conocido fue Vladimir
Nabokov, el gran novelista ruso creador de la inquietante y turbadora novela:
Lolita (entre otras).
De 1919 a 1922 Vladimir Nabokov y su hermano Serguei (que
moriría en un campo de concentración nazi en enero de 1945) cursaron estudios
de literatura en la universidad de Cambridge.
Obligada a emigrar de su país natal amenazada por el terror
leninista, la familia Nabokov, demócrata y liberal, hizo un alto en Inglaterra
antes de aterrizar en Berlín (donde el padre de Nabokov fue asesinado por un
extremista ruso de derechas y años después su hijo enseñaría tenis a niñas
alemanas).
El gran mago tenía dos pasiones: el ajedrez y el fútbol y
así describe su pasión por este deporte en Habla Memoria (en traducción de
Enrique Murillo):
“De todos los deportes
que practiqué en Cambridge, el fútbol ha seguido siendo un ventoso claro en
mitad de un período notablemente confuso.
Me apasionaba jugar de
portero.
En Rusia y en los
países latinos, ese intrépido arte ha estado rodeado siempre de un aura de
singular luminosidad.
Distante, solitario,
impasible, el portero famoso es perseguido por las calles por niños en éxtasis.
Está a la misma altura
que el torero y el as de la aviación en lo que se refiere a la emocionada
adulación que suscita.
Su jersey, su gorra de
visera, sus rodilleras, los guantes que asoman por el bolsillo trasero de sus
pantalones cortos, le colocan en un lugar aparte del resto del equipo. Es el
águila solitaria, el hombre misterioso, el último defensor.
Los fotógrafos,
doblando reverentemente una rodilla, le sacan instantáneas cuando se lanza
espectacularmente en plancha hacia un extremo de la meta para desviar con la
punta de los dedos un disparo raso y veloz como un rayo, y el estadio entero
ruge de aprobación mientras él permanece unos instantes tendido en el mismo
lugar que ha caído, intacta aún su portería.
[...] Yo fui un
portero excéntrico, pero bastante espectacular, en mis tiempos en la
Universidad de Cambridge.
No acabé un último
partido, en 1936, porque recobré el conocimiento en el cobertizo desvanecido
por un puntapié, pero todavía apretando la pelota que un compañero de equipo
trataba de sacarme de entre mis brazos”.
“El trabajo de un
portero es como el de un mártir, un saco de arena o un penitente: está rodeada
por un singular halo de glamour”.
“Sin duda tuve mis
días brillantes, de grandes estímulos. El agradable olor del pasto, el famoso
delantero de la liga universitaria que, driblando, se acercaba cada vez más a
mí, la nueva pelota leonada sobre sus dedos centelleantes, luego, el disparo
quemante, el afortunado salvamento, el estremecimiento prolongado que producía.
Pero hubo otros días más memorables, más esotéricos, bajo cielos deprimentes,
con el área de gol convertida en una masa de lodo negro, la pelota tan grasosa
como un budín de ciruelas”.
VLADIMIR NABOKOV.
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